"MARGARITA"


  Margarita se dispuso a bajar a la calle, a dejar caer la tarde recorriendo las callejuelas de su Soria natal. Se enfundó en su abrigo de lana, sus guantes de cuero y su sombrero de fieltro negro; aun sobrepasando los sesenta años, (y habiéndose reducido su renta a menos de la mitad), seguía siendo una mujer elegante. Con ese toque distinguido y sobrio con el que había dado vida a sus diseños en su pequeño, pero reconocido, taller de costura. ¡Era una artista de la clase, compostura y dignidad!; con un toque, según decían las lenguas viperinas de su vecindad, de controlada y educada altivez. Sin embargo, pocas personas no apreciaban a la señora Margarita; siempre en su lugar, ¡contra viento y marea…! Una peña en la que sus coetáneos gustaban reflejar el espíritu incorruptible de los supervivientes de la Guerra, y los jóvenes la admiración y respeto por la sabiduría. Su espíritu acorazado y tranquilo, tuvo que enterrar a toda su familia durante el conflicto. Padres hermanos, marido, ¡hijos…! Todos perecieron en un u otro bando. Solo quedaba ella, sobrellevando el peso y la historia de su linaje familiar... Su compromiso vital no le correspondía enteramente desde que sobrevino la tragedia; se sintió con la obligación de vivir la vida de los fallecidos: la vejez de sus padres, sentenciados antes de los setenta; la vida de su esposo, derrotado en la que fuera la crisis más dura de su existencia. Debía compensar la juventud de sus hijos, arrebatada por una bomba… ¡¡Ella vivía por todos!!; pero, ante todo, por ella misma. Pocos errores cometió, la señora Margarita.

Aquella tarde Soria respiraba el aire plomizo que precede a las tormentas; pero el gris del cenit resaltaba la alegría de sus habitantes, expectantes a la llegada de la primavera. Aquél último domingo de invierno, ¡los vecinos de su barrio parecían querer celebrar el cambio de ciclo con toda pompa y boato! Por las calles desfilaban las señoras con sus mejores galas, en cuadrilla, a tomar café o chocolate mientras sus maridos se unían, a su vez, para la partida de ajedrez o el coñac. Los niños canturreaban por las calles ausentes de tráfico, jugando a la gallinita o con el patinete; las parejas jóvenes se tambaleaban acaramelados... siempre custodiados por una carabina. Los grupos de muchachos y muchachas se deshacían en chanzas y risotadas… Y llegando a la Plaza Portillo una densa marea humana, amontona en torno a un círculo, observaba a un joven alto y moreno, engalanado con indumentaria de mago.

“¡Voilà!”, exclama el hombre con un francés impostado: “¡qué maravillosa madame ven mis ojos!, permítame madame”, y el mago hizo una reverencia a Margarita, apenas incorporada al grupo; “por favor caballero…”. “Shuuu, ¡usted lo merece! Veo en sus ojos… ha pasado por muchos sinsabores, pero también ha tenido una vida intensa. ¡Déjeme observar...! Entiendo… ¡Usted guarda un secreto!”, “¡y quién no a mi edad caballero!”, dijo Margarita sonriente; pero azorada por la repentina expectación. ”¡Ooh nooo madame su secreto no es de los que se curan en confesión!, es de aquellos secretos que persiguen hasta la tumba. Como el abandono de un recién nacido”.

Margarita se quedó hipotérmica. No era en sí la revelación. Era aquella voz... Aquél gesto… Aquella mirada cruel; idéntica a la de su padre. “¡Oooh madame gran dama, solo era un ejemplo! Por favor discúlpeme”, y el mago hizo otra reverencia y de su bolsillo sacó una rosa que le regaló en ofrenda. Mas Margarita ya no estaba en esta esfera. No escuchó los aplausos y abucheos, las palabras de apoyo de sus vecinos; ni al siempre atento guardia Marc, su vecino de al lado. Su mente viajaba por otro tiempo pretérito. Una noche funesta; donde los demonios de la guerra se hicieron hombre...

Y cayó desplomada.

Con el tiempo se recuperó de este extraño incidente; pero la señora Margarita no volvió a ser la misma. La gran peña a la que todos admiraban se convirtió en una ancianita frágil, necesitada de atención y cuidados. Falleció al cabo de muchos años… Calentita en su cama. Veintisiete años después de la actuación del mago Eugène, (su nombre artístico); la misma edad que él contaba cuando, por fin, se reencontró con su madre.



"LA POSADA"


  Hay algo mágico y teatral en esta noche lluviosa, en este pueblo vacío, en esta plaza sin nombre. Tú y yo, sin paraguas, guareciéndonos de una lluvia que deseamos que perdure, (y nos empape), tomamos cola-cao en la más corriente informalidad. Una taza de leche, ¡la acogedora familiaridad de una merienda infantil!, protectora de lo que pueda suceder. Nos deseamos, lo sabemos; “lo ignoramos”. Dos almas tímidas que desean comerse a besos. ¡No!, ¡no son besos!; es algo más intenso… ¡El instinto animal que todo lo cubre!, que tiñe la fría noche de misterio... La villa de un fogoso silencio lleno de susurros, provenientes de una parte muy íntima, ¡irreconocible!, de nuestro cuerpo. De nuestra mente… 

¡La posada!, montañas de piedra que esconden un secreto incierto, un futuro temeroso, una posible historia. ¡Corremos!; empapándonos con esta lluvia dolorosa que nos invita al cobijo, a la reclusión de cuatro paredes blancas, inmaculadas. Una cama no muy grande una luz de neón, decoración monacal. Tú y yo.

¡Una rama golpea el cristal!, se escucha el traqueteo monótono de la caldera, el caminar sigiloso de la casera al otro extremo del corredor. Un gato deja la lar del fuego, y sale en busca de aventuras. El barman apaga las luces del café; ¡susurra su último silbido la cafetera...! Un coyote da caza a un conejo; en el linde de la aldea. Los abedules zozobrean; al compás de la tormenta...

En la copa de los árboles, sinuosa... la seda de una tela de araña se extiende. Se contrae...


Un sol abrasador descubre nuestros cuerpos desnudos. Exhaustos. Y no quiero hacerte el amor: quiero follarte.

 ¡Follarte...!

Toda la vida.